Por qué la libertad no es lo primero en la democracia

La palabra y el valor de la libertad, como el de la democracia, sufren el uso y abuso de políticos que, al invocarlas como principios cuasisagrados, pretenden justificar sus conductas. O sus elecciones políticas. Lo que, en principio, no está mal, pero que, lamentablemente, desnuda una ignorancia llamativa que afecta, tarde o temprano, a la comunidad política. Recientemente, un aspirante a la presidencia por parte del Partido Colorado anunció una pretensión que, llevada por su propia lógica, deja a la democracia, y sobre todo a una república, inerme, sin instituciones en sí que defender. Creo en la libertad –dijo este candidato– al preguntársele si estaría de acuerdo con el matrimonio igualitario. La pregunta me parece legítima pero, si se piensa con cuidado en la respuesta, esa proposición, la de creer en la libertad sin más, lleva a un absolutismo que conduce a un atolladero a la democracia misma.

¿Por qué digo eso? Pues, ¿cuál es la libertad que tendrá supremacía sobre las otras? Es que si hay libertad para contraer nupcias con personas del mismo sexo, ¿por qué no entre una persona y varias; o entre varias al mismo tiempo? O lo que es lo mismo; ¿no sería propio de esa exclusividad de la libertad el de obligar a terceros a que ayuden a uno a dejar de vivir –el derecho al suicidio misericordioso–? ¿Cuál sería el límite de ese querer libre? Me temo que esto deslizaría, inexorablemente, un sistema político hacia el reino del “yo quiero”, donde, “eso” que quiero –independiente del contenido del mismo pues aquí se podría llenar con todos los deseos imaginables– se deberá convertir inexorablemente en derecho.

Las ideas tienen consecuencias. La libertad de una democracia no debe utilizarse como un fin absoluto. Y eso, lamentablemente, es lo que ocurre con cierta visión de la libertad de la democracia actual. Para este “libertarianismo” –que así se llama– es la libertad, de suyo bien selectiva, la que se pretende nos hará verdaderos. Ese es un totalitarismo en nombre de la libertad. Es una de las nuevas tiranías, tal vez más insidiosa pues, se la impulsa en nombre de la democracia. No es la libertad de la persona para ser más ella misma, sino una libertad contra la persona. La libertad se convierte así en lo que el individuo quiere –o lo que la mayoría o el poder decida–, cualquiera sea su apetito y todo aquel que no se apee al querer, será expulsado o burlado o bien ignorado por esta nueva ortodoxia de la intelligentzia de lo políticamente correcto.

Pero, esta no ha sido la postura de la tradición clásica, ni siquiera de la tradición liberal, que se abreva en la memoria judeo-cristiana, donde se afirma la verdad de la realidad primeramente. El ser humano es algo antes de ser libre. Es la persona la que es libre, pero primero, es persona. Nuestro ser es dado, no es lo que siempre yo quiero que sea. El matrimonio no es lo que uno quiere que sea sino lo que es. Así, la persona ejerce su libertad y es más libre cuando más obedece a su propio ser, su naturaleza. Pero la democracia actual– o ciertas versiones secularistas de la misma, y donde parece embarcarse cierto sector del Partido Colorado ahora– traiciona esta realidad. Esgrime una versión de la libertad que traiciona a la naturaleza de la persona que se hace así, infiel al dato originario de sí misma.

¿Es esta propuesta un giro a la historia del Partido Colorado? No es fácil saber. Esa pregunta exige un análisis más detallado en el que no podemos entrar. De cualquier manera, yo agregaría otra pregunta aclaratoria, ¿de cuál Partido Colorado? ¿De aquel partido conservador liberal decimonónico de Caballero, o del nacionalismo-fascistoide de los años treinta de Natalicio? O tal vez, del partido militarista-autoritario del estronismo, en sus distintas fases, desde el tradicionalismo a la militancia. ¿Cual de ellos? No obstante, habiendo visto la destrucción de la familia en manos del dictador Stroessner, sería inconsistente invocar a la tradición colorada sin más como garantía de valores, a menos que haya, alguna vez, una purificación y perdón de la memoria atroz de la dictadura. Y esta culpa histórica, al parecer, todavía no ha sido asumida.

Me temo que es el sistema político mismo, y el coloradismo como ejemplo, el que ha entrado en profunda crisis de identidad. La pretensión de que la libertad es lo primero, en economía ya parece casi obvio, y ahora en valores, parece un desafío a los aletargados osos partidarios. Ante el cambio generacional, esta búsqueda de lo que una institución es y cree, se hace más difícil, resbaladizo. Por eso, urge, el pensar, a pesar del abrazador rechazo a todo tipo de planteamiento teórico. Pero los exabruptos e insultos, las descalificaciones y anatemas, ya no convence a los jóvenes. Soy de los que piensan que una democracia, si quiere ser tal, debe dar lugar a una república, cosa de todos, donde la tolerancia y aceptación, inclusión, tengan lugar.

Pero al mismo tiempo, dicha república se fundamenta en instituciones propias, donde el matrimonio no signifique cualquier cosa pero donde, minorías, tengan también sus derechos protegidos. Esto supone, creatividad en el arte de gobernar. Pero afirmar que la libertad genera instituciones de por sí, es delicado. Existe otra historia, la de una democracia, que también afirma pero luego de priorizar la naturaleza de la persona, de la moralidad del ciudadano, una libertad que posee fronteras. Después de todo, el punto de partida –y esto sí lo lo dijo Cristo– es la verdad la que nos hace en última instancia libres. Y no al revés.